El déficit, problema e instrumento


José Borrell Fontelles
Presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia
Ilustración por Iker Ayestaran

El déficit público, cuando es excesivo y se retroalimenta con los intereses de la deuda, es un problema. Lo es ahora, aunque en España sea la crisis la que ha causado el déficit y no el déficit el que ha causado la crisis, como lo fue durante los muchos años en los que, como secretario de Estado de Hacienda, tuve que lidiar con él. Pero el déficit público, una palabra que suena mal porque indica una insuficiencia, también es un instrumento de la política económica al que no se debería renunciar constitucionalmente en nombre de un malentendido “equilibrio presupuestario”.
Las apelaciones al equilibrio suenan bien porque a nadie le gustaría que le tacharan de desequilibrado. Para defender el equilibrio se argumenta que no se puede gastar más de lo que se ingresa, y para evitarlo habría que prohibir el déficit. Se acabaría así con la tentación de los gobiernos de no pasar por el incómodo trámite de exigir impuestos para poder repartir los beneficios del gasto público.
Con la crisis griega –esta sí que es sin duda una crisis de exceso de déficit público–, Merkel ha repetido que no se puede gastar más de lo que se ingresa. También me lo decía mi abuela. Forma parte de la sabiduría popular y se asume como una evidencia.
Pero las cosas son algo más complicadas. Aparte de que una familia no juega el mismo papel económico que un gobierno, habría que preguntarse por la dimensión temporal de ese equilibrio entre ingresos y gastos y por su naturaleza.
Eso de que no se puede gastar más de lo que se ingresa hay que mantenerlo cada día, cada mes, cada año… o a lo largo de un ciclo económico que tiene –lo sabemos de sobra– fases de crecimiento y de depresión. Las empresas no ganan ni gastan lo mismo todos los meses y los gastos e ingresos públicos también son estacionales. Lo razonable para un país es buscar el equilibrio a lo largo del ciclo, equilibrando déficits y superávits anuales.
También es importante la naturaleza de gastos e ingresos, que se suele obviar alegremente. El déficit que toma en consideración la contabilidad pública es el que resulta entre gastos e ingresos no financieros, y entre estos hay que distinguir entre gastos corrientes (como sueldos y gastos de funcionamiento, intereses y subvenciones) e inversiones. El gasto corriente beneficia a sus receptores de hoy y, por eso, se debe financiar con ingresos de hoy. Financiarlo con déficit, es decir, acumulando deuda, implicaría trasladar su carga al futuro.
Por eso el Presupuesto debe tener superávit corriente. Y en eso consiste la famosa “regla de oro”, tan citada desde la pasada reunión de Merkel y Sarkozy sin explicar en qué consiste. La “regla de oro” es –o era– que el déficit fuese menor que la inversión, de forma que esta se financiase en parte con el superávit corriente y en parte con deuda.
Es lógico, porque una inversión como construir una carretera o un hospital se paga en los ejercicios presupuestarios en los que se construye, pero sus beneficios se extienden en el tiempo por muchos años. No tiene sentido obligarse a financiarlo con los impuestos de hoy porque beneficiará también a los contribuyentes de mañana. El crédito se ha inventado para poder pagar la carretera en tantos ejercicios como dure la amortización de la deuda emitida para financiarla. Pero para eso hay que aceptar que los presupuestos de los años en los que se construye, que es cuando cobra el constructor, tengan déficit.
Si prohibimos el déficit nos obligamos a financiar las inversiones con los impuestos de los años en los que se construyen. Esto es ineficiente e injusto. Ninguna empresa financia sus inversiones con los beneficios del año en el que se ejecutan. Apañados estaríamos si así fuera. Las financian con créditos o ampliaciones de capital y las amortizan a lo largo de su vida útil con los beneficios que generan. No decimos que una empresa está en desequilibrio porque recurre al crédito para financiar inversiones, eso es lo normal. Por eso las normas presupuestarias de la UE no prohíben el déficit, sino que lo limitan al 3% del PIB. Como me decía el propio Herman Van Rompuy en un reciente coloquio, para permitir que parte de la inversión se financie con déficit.
El déficit cero y amén no sólo obliga al sinsentido económico de financiar toda la inversión con ingresos del año, sino que impide que los gobiernos puedan actuar de forma anticíclica manteniendo renta y generando actividad económica en los momentos depresivos. Y hasta la propia Christine Lagarde nos advierte desde el FMI de que una contracción fiscal demasiado rápida pondrá en peligro la recuperación. Comprometerse a no tener nunca déficit público, cualquiera que sean las circunstancias y cualquiera que sea su finalidad, es algo muy arriesgado y tiene que ver más con la ideología que con la economía.
Aparte de esas consideraciones técnicas, ¿tiene algo que ver la renuncia al déficit con posiciones de derecha o izquierda? Tiene que ver desde luego con la concepción del rol y la dimensión de la acción pública. Si no se pueden financiar inversiones con deuda, el gasto de inversión entrará en conflicto con el gasto corriente, es decir, redistribución y servicios públicos, y este tenderá a reducirse. La alternativa sería subir la recaudación fiscal. Desde luego que habrá que hacerlo porque los gobiernos se han acostumbrado a pedir prestado el capital a los que lo tienen en vez de exigirles un mayor esfuerzo tributario.
Algunos desde la izquierda ven en esa restricción la oportunidad de un rearme fiscal, pero ese dudoso rearme fiscal seguiría sin darle al Presupuesto su capacidad de actuar de forma compensatoria en las fases bajas del ciclo. Un instrumento que debe usarse con inteligencia y mesura, pero al que no se debería renunciar constitucionalmente.

Rituals of Rigour


 

 

 

http://www.johnkay.com/2011/08/26/economics-rituals-of-rigour

 

Economics: Rituals of rigour

26 August 2011, Financial Times

The reputation of economists, never high, has been a casualty of the global crisis. Ever since the world’s financial system teetered on the abyss following the collapse of Lehman Brothers three years ago next month, critics from Queen Elizabeth II downwards have posed one uncomfortable yet highly pertinent question: are economists of any use at all?

Some of this criticism is misconceived. Specific predictions of economic growth or levels of the stock market – gross domestic product will rise by 1.8 per cent; the FTSE 100 index will stand at 6,500 by year-end – assert knowledge that those making such predictions cannot have. Economic systems are typically dynamic and non-linear. This means that outcomes are likely to be very sensitive to small changes in the parameters that determine their evolution. These systems are also reflexive, in the sense that beliefs about what will happen influence what does happen.

If you ask why economists persist in making predictions despite these difficulties, the answer is that few do. Yet that still leaves a vocal minority who have responded cynically to the insatiable public demand for forecasts. Mostly they are employed in the financial sector – for their entertainment value rather than their advice.

Economists often make unrealistic assumptions but so do physicists, and for good reasons. Physicists will describe motion on frictionless plains or gravity in a world without air resistance. Not because anyone believes that the world is frictionless and airless, but because it is too difficult to study everything at once. A simplifying model eliminates confounding factors and focuses on a particular issue of interest. This is as legitimate a method in economics as in physics.

Since there are easy responses to these common criticisms of bad predictions and unrealistic assumptions, attacks on the profession are ignored by professional academic economists, who complain that the critics do not understand what economists really do. But if the critics did understand what economists really do, public criticism might be more severe yet.

Even if sharp predictions of individual economic outcomes are rarely possible, it should be possible to describe the general character of economic events, the ways in which these events are likely to develop, the broad nature of policy options and their consequences. It should be possible to call on a broad consensus on the interpretation of empirical data to support such analysis. This is very far from being the case.

The two branches of economics most relevant to the recent crisis are macroeconomics and financial economics. Macroeconomics deals with growth and business cycles. Its dominant paradigm is known as “dynamic stochastic general equilibrium” (thankfully abbreviated to DSGE) – a complex model structure that seeks to incorporate, in a single framework, time, risk and the need to take account of the behaviour of many different companies and households.

The study of financial markets revolves meanwhile around the “efficient market hypothesis” – that all available information is incorporated into market prices, so that these prices at all times reflect the best possible estimate of the underlying value of assets – and the “capital asset pricing model”. This latter notion asserts that what we see is the outcome of decisions made by a marketplace of rational players acting on the belief in efficient markets.

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A close relationship exists between these three theories. But the account of recent events given by proponents of these models was comprehensively false. They proclaimed stability where there was impending crisis, and market efficiency where there was gross asset mispricing.

Regulators such as Alan Greenspan, former chairman of the US Federal Reserve, asserted that the growth of trade in complex financial investments represented new and more effective tools of risk management that made the economy more stable. As late as 2007, the International Monetary Fund would justify its optimism about the macroeconomic outlook with the claim that “developments in the global financial system have played an important role, including the ability of the United States to generate assets with attractive liquidity and risk management features”.

These mistaken claims found substantial professional support. In his presidential lecture to the American Economic Association in 2003, Robert Lucas of the University of Chicago, the Nobel prizewinning doyen of modern macroeconomics, claimed that “macroeconomics has succeeded: its central problem of depression prevention has been solved”. Prof Lucas based his assertion on the institutional innovations noted by Mr Greenspan and the IMF authors, and the deeper theoretical insights that he and his colleagues claimed to have derived from models based on DSGE and the capital asset pricing model.

The serious criticism of modern macroeconomics is not that its practitioners did not anticipate that Lehman would fall apart on September 15 2008, but that they failed to understand the mechanisms that had put the global economy at grave risk.

Subsequent policy decisions have been pragmatic and owe little to any economic theory. The recent economic policy debate strikingly replays that after 1929. The central issue is budgetary austerity versus fiscal stimulus, and – as in the 1930s – the positions of the protagonists are entirely predictable from their political allegiances.

Why did the theories put forward to deal with these issues prove so misleading? The academic debate on austerity versus stimulus centres around a property observed in models based on the DSGE programme. If government engages in fiscal stimulus by spending more or by reducing taxes, people will recognise that such a policy means higher taxes or lower spending in the future. Even if they seem to be better off today, they will later be poorer, and by a similar amount. Anticipating this, they will cut back and government spending will crowd out private spending. This property – sometimes called Ricardian equivalence – implies that fiscal policy is ineffective as a means of responding to economic dislocation.

John Cochrane, Prof Lucas’s Chicago colleague, put forward this “policy ineffectiveness” thesis in a response to an attack by Paul Krugman, Nobel laureate economist, on the influence of the DSGE school. (In an essay in the New York Times Prof Krugman described comments from the Chicago economists as “the product of the Dark Age of macroeconomics in which hard-won knowledge has been forgotten”.) Prof Cochrane at once acknowledged that the assumptions that give rise to policy ineffectiveness “are, as usual, obviously not true”. For most, that might seem to be the end of the matter. But it is not. Prof Cochrane goes on to say that “if you want to understand the effects of government spending, you have to specify why the assumptions leading to Ricardian equivalence are false”.

That is a reasonable demand. But the underlying assumptions are plainly not true. No one, including Prof Cochrane himself, really believes that the whole population calibrates its long-term savings in line with forecasts of public debt and spending levels decades into the future.

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But Prof Cochrane will not give up so easily. “Economists”, he goes on, “have spent a generation tossing and turning the Ricardian equivalence theory, and assessing the likely effects of fiscal stimulus in its light, generalising the ‘ifs’ and figuring out the likely ‘therefores’. This is exactly the right way to do things.” The programme he describes modifies the core model in ways that make it more complex, but not necessarily more realistic, by introducing parameters to represent failures of the model assumptions that are frequently described as frictions, or “transactions costs”.

Why is this procedure “exactly the right way to do things”? There are at least two alternatives. You could build a different analogue economy. For example, Joseph Stiglitz – another Nobel laureate – and his followers favour a model that retains many of the Lucas assumptions but attaches great importance to imperfections of information. After all, Ricardian equivalence requires that households have a great deal of information about future budgetary options, or at least behave as if they did.

Another possibility is to assume that households respond mechanically to events according to specific behavioural rules, rather like rats in a maze – an approach often called agent-based modelling. Such models can – to quote Prof Lucas – also “be put on a computer and run”. It is not obvious whether the assumptions or conclusions of these models are more, or less, plausible than those of the kind of model favoured by Profs Lucas and Cochrane.

Another line of attack would discard altogether the idea that the economic world can be described by any universal model in which all key relationships are predetermined. Economic behaviour is influenced by technologies and cultures, which evolve in ways that are certainly not random but that cannot be fully, or perhaps at all, described by the kinds of variables and equations with which economists are familiar. The future is radically uncertain and models, when employed, must be context specific.

In that eclectic world Ricardian equivalence is no more than a suggestive hypothesis. It is possible that some such effect exists. One might be sceptical about whether it is very large, and suspect its size depends on a range of confounding and contingent factors – the nature of the stimulus, the overall political situation, the nature of financial markets and welfare systems. The generation of economists who followed John Maynard Keynes engaged in this ad hoc estimation when they tried to quantify one of the central concepts of his General Theory – the consumption function, which related aggregate spending in a period to current national income. Thus they tried to measure how much of a fiscal stimulus was spent – and the “multiplier” that resulted.

But you would not nowadays be able to publish similar work in a good economics journal. You would be told that your model was theoretically inadequate – it lacked rigour, failed to demonstrate consistency. To be “ad hoc” is a cardinal sin. Rigour and consistency are the two most powerful words in economics today.

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Consistency and rigour are features of a deductive approach, which draws conclusions from a group of axioms – and whose empirical relevance depends entirely on the universal validity of the axioms. The only descriptions that fully meet the requirements of consistency and rigour are completely artificial worlds, such as the “plug-and-play” environments of DSGE – or the Grand Theft Auto computer game.

For many people, deductive reasoning is the mark of science: induction – in which the argument is derived from the subject matter – is the characteristic method of history or literary criticism. But this is an artificial, exaggerated distinction. Scientific progress – not just in applied subjects such as engineering and medicine but also in more theoretical subjects including physics – is frequently the result of observation that something does work, which runs far ahead of any understanding of why it works.

Not within the economics profession. There, deductive reasoning based on logical inference from a specific set of a priori deductions is “exactly the right way to do things”. What is absurd is not the use of the deductive method but the claim to exclusivity made for it. This debate is not simply about mathematics versus poetry. Deductive reasoning necessarily draws on mathematics and formal logic: inductive reasoning, based on experience and above all careful observation, will often make use of statistics and mathematics.

Economics is not a technique in search of problems but a set of problems in need of solution. Such problems are varied and the solutions will inevitably be eclectic. Such pragmatic thinking requires not just deductive logic but an understanding of the processes of belief formation, of anthropology, psychology and organisational behaviour, and meticulous observation of what people, businesses and governments do.

The belief that models are not just useful tools but are capable of yielding comprehensive and universal descriptions of the world blinded proponents to realities that had been staring them in the face. That blindness made a big contribution to our present crisis, and conditions our confused responses to it. Economists – in government agencies as well as universities – were obsessively playing Grand Theft Auto while the world around them was falling apart.

La derrota del 9 de mayo


El 26 de agosto de 2011, ECONOMISTAS FRENTE A LA CRISIS, publicó esta entrada en la que se analizaban las consecuencias que el cambio constitucinal que limitaba el déficit público estructural tendría sobre la política económica y sobre el Esrtado del Bienestar. 

Hoy, 9 de junio de 2012, cuando la intervención en el sistema financiero español parece inminente, retomamos este artículo para poner de manifiesto que no es la deuda pública, no es el déficit, no son las contrarreformas impulsadas desde Bruselas y aplicadas mansamente por el último Gobierno del PSOE y de manera entusiasta por el Gobierno del PP. No. Hoy se pone de manifiesto que no es el Estado de Bienestar el que nos ha llevado a esta situación, sino una ideología que rechaza el crecimiento, que rechaza la idea de Europa, que rechaza la solidaridad como principal contribución a la construcción europea. 

La derrota del 9 de mayo

26 de agosto de 2011

El Presidente del Gobierno anunció el martes 23 de agosto de 2011 que sometería a la aprobación de las Cortes una reforma de la Constitución para incluir un límite al déficit estructural de las Administraciones Públicas. La medida culmina un giro en la orientación de la política económica del Gobierno iniciado el 9 de mayo de 2010. Entonces, la mayoría conservadora representada en la reunión del ECOFIN impuso una política fiscal procíclica y contractiva que aseguraría, en el mejor de los casos, un crecimiento débil durante los siguientes años, la progresiva destrucción de las conquistas sociales que han moldeado el estado del bienestar y una nueva etapa de desintegración europea. Entonces se escucharon afirmaciones que todavía hoy producen espanto: la generación que hoy se enfrenta por primera vez al mercado laboral será la primera generación que tendrá un nivel de vida inferior al que disfrutó la generación de sus padres. Sigue leyendo

¿Cómo colegiarse?


Será necesario entregar la siguiente documentación:

  • Original y fotocopia de uno cualquiera de los tres documentos siguientes:
    • Título Académico.
    • Resguardo definitivo sellado por la Facultad correpondiente, que acredite haber abonado los derechos del Título y haber finalizado la carrera.
    • Certificación Académica Personal, en la que se especifique que se ha obtenido la licenciatura.
  • Fotocopia del DNI o del pasaporte.
  • Dos fotografías tamaño carnet.

http://www.colegioeconomistasmadrid.com/CEMadrid/secciones/1074140/Solicitud-de-colegiacion.html

How to make the best of the long malaise


Last updated: August 9, 2011 11:43 pm

http://www.ft.com/intl/cms/s/0/c864cd58-c1d1-11e0-bc71-00144feabdc0.html#axzz1Udzw1HOr

By Joseph Stiglitz

The only good thing about the continuing barrage of bad economic news is that it could have been worse: all three rating agencies could have downgraded the US, stock markets could have fallen further and the US could havedefaulted on its debt. The general view is now that in this, the next round of the Great Recession, there is a high risk of things getting worse, with no effective instruments at governments’ disposal. The first point is correct but the second is not quite right.

Throughout the crisis – and before it – Keynesian economists provided a coherent interpretation of events. Pre-crisis, America, and to a large extent the world economy, was sustained by a bubble. The breaking of the bubble has left a legacy of excess leverage and real estate. Consumption will therefore remain weak and austerity on both sides of the Atlantic now ensures the state will not fill the void. Given this, it is not surprising that companies are unwilling to invest – even those that can get access to capital.

Of course, those worried about the shortage of policy instruments are partially correct. Bad monetary policy got us into this mess but it cannot get us out. Even if the inflation hawks at the Federal Reserve can be subdued, a third bout of quantitative easing will be even less effective than QE2. Even that probably did more to contribute to bubbles in emerging markets, while not leading to much additional lending or investment at home.

The Fed’s announcement that it will keep the target federal funds rate near zero for the next two years does convey its sense of despair about the economy’s plight. But, even if it succeeds in stopping, at least temporarily, the slide in equity prices, it will not provide the basis of recovery: it is not high interest rates that have been keeping the economy down. Corporations are awash with cash, but the banks have not been lending to the small and medium-sized enterprises that are, in any economy, the source of job creation. The Fed and Treasury have failed miserably in getting this lending restarted – this would do more to rekindle growth than extending low interest rates though 2015!

But the real answer, at least for countries such as the US that can borrow at low rates, is simple: use the money to make high-return investments. This will both promote growth and generate tax revenues, lowering debt to gross domestic product ratios in the medium term and increasing debt sustainability. Even given the same budget situation, restructuring spending and taxes towards growth – by lowering payroll taxes, increasing taxes on the rich, as well as lowering taxes for corporations that invest and raising them on those that do not – can improve debt sustainability.

The politics, however, are elsewhere. Markets know that the mix of low tax and debt fetishism sweeping the North Atlantic means that there are no instruments at hand: monetary policy won’t work, fiscal policy is constrained, growth will slow and the improvement in deficits (brought by austerity) will be disappointing.

But markets have a political agenda too, clearly evident in S&P’s downgrade. No economist would look just at the debt side of a balance sheet, yet that is what S&P focuses on. Even more telling is the fact that the US pays its debts in dollars, and it controls the printing presses. There is thus no chance of a default – apart from the kind of political charade we saw last week.

Markets are often wrong but the rating firms’ record does not inspire confidence – certainly not to justify replacing the aggregate views of millions with judgments of a few “technicians” working in a firm whose governance and incentives are problematic. Europe’s leaders were right in their recent meeting to call for less reliance on these ratings.

Europe and America now face extraordinarily difficult politics. It is hard to know which is worse: America’s gridlock, or Europe’s broken political structure. Europe’s leaders have taken decisive action but events move faster than their processes of ratification and implementation. Europe’s debt-to-GDP ratio is also lower than in the US; if it had an adequate common fiscal framework, it would be in a better position than America, too.

Europe’s other problem is too many think fiscal stringency is now the answer. Yet Ireland and Spain had a surplus and low debt-to-GDP ratios before the crisis. More austerity will only ensure that Europe grows more slowly and its fiscal problems will mount. Only latterly have Europe’s leaders finally recognised that Greece and the other crisis-plagued countries needed growth – and that austerity would also never bring that growth.

All of this makes it more likely that the North Atlantic will enter a double dip, but there is also nothing magic about the number zero. The critical growth rate is that which stops the jobs deficit growing larger. Problematically, America and Europe’s current growth rate of about one per cent is less than half of the amount required to do this.

When the recession began there were many wise words about having learnt the lessons of both the Great Depression and Japan’s long malaise. Now we know we didn’t learn a thing. Our stimulus was too weak, too short and not well designed. The banks weren’t forced to return to lending. Our leaders tried papering over the economy’s weaknesses – perhaps out of fear that if we were honest about them, already fragile confidence would erode. But that was a gamble we have now lost. Now the scale of the problem is apparent, a new confidence has emerged: confidence that matters will get worse, whatever action we take. A long malaise now seems like the optimistic scenario.

The writer is a recipient of the 2001 Nobel Prize in economics and professor at Columbia University

Pese a todo…aguas cartografiadas


Que nadie se asuste más de lo necesario: a pesar de lo aparatoso de la caída de los mercados de los últimos días, la economía mundial y los mercados navegan por aguas parcialmente cartografiadas. Desagradables y procelosas, sí. De azarosa navegación, también. Pero cartografiadas. Al menos por el momento.

Muy diferente era la situación en el verano de 2007 y, sobre todo, en el otoño de 2008. Entonces, al desconcierto provocado por una crisis que muy poca gente esperaba, se unía la incertidumbre sobre si las autoridades monetarias de los diferentes países (Reserva Federal en los EE UU; Banco de Japón, BCE y Banco de Inglaterra) estarían a la altura de las circunstancias. Afortunadamente lo estuvieron, y proporcionaron al sistema financiero toda la liquidez que necesitaba. Eso, que ahora parece casi trivial, entonces no podía darse por descontado, habida cuenta de la enorme influencia que en los bancos centrales de todo el mundo tenía (y sigue teniendo aún) la ortodoxia poco flexible de la lucha contra la inflación. Esa fue la gran diferencia con el comienzo de los años 30 y eso es lo que impidió que el primer golpe de la crisis se transformara en una Gran Depresión. Ahora, entre tres y cuatro años después, y cuando la inestabilidad arrecia de nuevo, no debe cundir el desconcierto. De momento, si juzgamos por el comportamiento de las Bolsas, todo se asemeja a dos de las tres grandes crisis económicas vividas durante el siglo XX. La otra, la tercera, es la propia Gran Depresión que, por ahora, hay que seguir descartando. Si alguien tiene dudas solo tiene que pensar en que en ella el producto nacional bruto de EE UU se contrajo un 30%, mientras sus Bolsas caían un 90%. Obviamente, ninguna de esas circunstancias se ha dado en estos años.

¿Por qué caen entonces las Bolsas? La caída se está relacionando con la rebaja de la calificación de la deuda de EE UU. Quizá también con el desconcierto que ha sembrado el hecho de que la deuda pública italiana haya ocupado la primera línea de los ataques especulativos, incluso por delante de la española. En esas explicaciones casi se ha olvidado que hace solo ocho días el Gobierno de EE UU estaba a punto de suspender parte de sus pagos. Sin embargo, ninguno de esos argumentos es muy convincente por diferentes razones.

Incluso en los días previos a la temida suspensión de pagos, la deuda pública norteamericana seguía cotizando en niveles comprendidos entre el 0% y el 2,70%, según los plazos, lo que no puede considerarse precisamente un síntoma de miedo a no recuperar lo invertido. Los mercados parecen haber asumido que la AA+ de la deuda pública USA será la nueva AAA.

El ataque a la deuda italiana y española podría aducirse como una buena explicación ya que, en coincidencia con los primeros compases del ataque las Bolsas, estuvieron cayendo. Sin embargo, el lunes las Bolsas intensificaron su caída, a pesar de que la intervención del BCE en los mercados secundarios de deuda de los dos países redujo la rentabilidad de la deuda a diez años en ambos casos en 100 puntos básicos (es decir, un 1% menos).

¿Entonces cuál es el motivo? Sin duda alguna el miedo a que la desaceleración económica que se inició en EE UU, China y Europa a comienzos de la pasada primavera termine convirtiéndose en una nueva recesión. Ya esa desaceleración había provocado una caída importante de los índices americanos en las pasadas semanas, una caída de la que se habían recuperado casi totalmente después. Pero ha sido el saberse que la economía norteamericana había tenido un crecimiento cercano a cero en el primer trimestre del año lo que ha surtido el efecto de una verdadera espoleta para los más activos de entre quienes gestionan inversiones en renta variable que, en un ambiente ya muy caldeado y adverso al riesgo, como el que se había creado con las crisis gemelas de la deuda a ambos lados del Atlántico, han corrido hacia la puerta de salida. En las Bolsas europeas ha ocurrido lo mismo, en un ambiente de histeria catalizado por los problemas que tienen los gobiernos europeos para llegar a acuerdos que les permitan no ir muy por detrás de los acontecimientos en los mercados de deuda y por la política de subida de tipos de interés del BCE.

En resumen, una desaceleración económica que se confirma y que todo el mundo cree que puede ir a más una vez que el Gobierno norteamericano, último bastión de las políticas de expansión del gasto público, se ha visto obligado a retirar los estímulos. Algo que también es bastante corriente que suceda a estas alturas del ciclo económico y que hasta el propio F. D. Roosevelt hizo en su día, precipitando la recesión de 1937-1938

Y sin embargo…Todo lo anterior puede sonar más o menos plausible y no se distancia mucho de lo que es la explicación más generalizada. Pero con esa explicación, probablemente, solo se esté atando los cabos que están a la vista: datos del entorno económico, político y financiero por una parte y caída de las Bolsas por otra.

A falta de una buena explicación esto puede servir y, para quien pueda ser escéptico, siempre queda una explicación general válida: la expectativa de que pudiera desencadenarse otra recesión hace temer que los beneficios empresariales decaigan, por lo que también cae el precio que se está dispuesto a pagar por comprar esa corriente de beneficios y, en su caso, dividendos.

Pero lo más sorprendente de esta caída de los índices de Bolsa es que, a pesar de la relativa tranquilidad del primer semestre, es justamente este desplome de los precios lo que cabía esperar a esta altura del ciclo, ya que siempre ha sido así en las escasas referencias históricas que se tienen. Y es que, descartando la Gran Depresión, en las otras dos grandes crisis económicas y financieras del siglo XX (1907 y 1974), dos años después de que las Bolsas alcanzaran su nivel más bajo, y tras haber recuperado todas las pérdidas del desplome inicial, volvían a caer de nuevo, aunque con menor intensidad que en la ocasión precedente. Es decir, una caída que ahora no debería ir más allá del 25% o 30% para los índices Dow Jones y S&P 500, de la que ya llevarían recorrido la mitad.

Aunque, por ahora, esta crisis está cartografiada en gran medida, no todo está jugado y siempre puede haber actuaciones desafortunadas de política económica o financiera que hagan torcer el rumbo hacia aguas desconocidas o incluso enfilar contra las rocas (aunque a estas alturas eso ya resulte improbable). Lo que no quiere decir que la salida de la crisis vaya a resultar fácil, ni que no pueda haber una o dos recesiones más en lo que queda de década, y antes de que se vuelva a un período largo de crecimiento sostenido y de prosperidad.

Juan Ignacio Crespo es analista económico.

¿Podría el BCE comprar y vender bonos de diferentes países de la Eurozona?



  • Sería algo similar a hacer arbitraje con la deuda pública de los países miembros. Parecido al antiguo Sistema Monetario Europeo.
  • Alemania no debería tener motivo de preocupación porque el balance del BCE no se vería alterado. No sería necesaria una expansión monetaria: por ejemplo, vendería bonos alemanes y compraría bonos españoles.
  • Algunos países (Reino Unido y Estados Unidos) ya ha llevado a cabo políticas parecidas a trevés del quantitative easing. ¿Por que no hacer lo mismo en términos relativos para la Eurozona?

Obama y el gran chantaje de la deuda


2 Agosto 2011

Alejandro Nadal – Consejo Científico de ATTAC.

La coerción es el arma política preferida en Washington. Frente a la necesidad legal de incrementar el techo del endeudamiento del gobierno federal, el partido republicano y todas las fuerzas de la derecha conservadora han amenazado al titular del ejecutivo: o se encara realmente el problema del déficit con fuertes recortes en el gasto público, o se negará la autorización para elevar el techo de endeudamiento.

La derecha en Estados Unidos ha logrado ya entronizar como verdad absoluta la idea falaz de que la mayoría de la población quiere meter en cintura los gastos excesivos de un gobierno dispendioso. Obama se ha prestado a este triunfo y ha entregado su presidencia a los conservadores en bandeja de plata.

En realidad, la Casa Blanca capituló hace tiempo. Sabía que el estímulo fiscal aprobado al principio de la administración era insuficiente y su duración demasiado corta. Al renunciar a lanzar un nuevo paquete fiscal, Obama se echó la soga al cuello. Cuando el efecto del primer estímulo se agotó, Obama fue blanco de las críticas por el fracaso de su plan. De pronto, por arte de magia, la crisis fue percibida como estando más relacionada con los malos manejos de la economía bajo Obama que con 20 años de desregulación y abusos en el sector financiero. Y la discusión pasó de la necesidad de meter en cintura al sector financiero a la urgencia de recortar el déficit.

La realidad es que es absurdo tratar de resolver el problema del déficit fiscal en medio de una recesión. Hay en la actualidad un altísimo nivel de desempleo en Estados Unidos (alrededor de 20 millones de personas con desempleo total o parcial) y los salarios se encuentran deprimidos. Lo que en su momento permitió a los consumidores mantener su demanda fue el valor de sus casas, pero ahora el precio de esos activos sigue cayendo. La demanda agregada se ha desplomado y las empresas no están contratando más trabajadores, lo que conduce a un círculo vicioso que sólo se puede cerrar con un estímulo fiscal. Eso permitiría incrementar la recaudación fiscal y reducir el déficit. El congreso y Obama han escogido otro camino: de lo único que se habla en Washington es de reducir el gasto para abatir el déficit.

En realidad, un gobierno puede reducir el déficit de dos maneras: puede aumentar sus ingresos fiscales o puede reducir el gasto público. Las encuestas revelan que la mayoría de los estadounidenses están en favor de aumentar los impuestos a los estratos más ricos, los que se han beneficiado del modelo neoliberal durante décadas. Pero la clase política en Washington (es decir, ambos partidos) ya ha aceptado que incrementar la recaudación no es el camino para reducir el déficit. Aquí ha demostrado quién detenta el poder real en la democracia estadounidense. En cambio, los políticos en Washington prefieren reducir el gasto público, lo que necesariamente traerá consigo una mayor contracción de la economía de ese país. A los conservadores no parece importarles mucho porque el desgaste político será para Barack Obama.

En lugar de presentar opciones con liderazgo, Obama prefirió acomodarse a las prioridades de los conservadores. En vez de enfrentar con otras opciones el problema de las finanzas públicas, escogió doblegarse. La verdad es que no es necesario incrementar el endeudamiento porque existen muchas alternativas. Además de aumentar la recaudación, un recorte en el gasto militar es una opción evidente, pero el presupuesto del Pentágono se ha incrementado todos los años bajo la administración Obama.

Lo más importante hubiera sido una verdadera reforma en el sistema de salud. Hoy en día ese sistema está integrado por la seguridad social y los programas Medicare y Medicaid. El gasto en estos componentes es el factor más importante en el crecimiento del déficit. Pero el costo del sistema de salud se debe al control de los monopolios en la industria farmacéutica y en la de las aseguradoras. Los datos de la OECD revelan que el gasto en el sistema social de salud en Estados Unidos es superior al de países como Alemania o Suiza. Pero en términos de calidad, el servicio en los establecimientos estadounidenses está muy por debajo de esos países. La realidad es que el complejo farmacéutico-asegurador es tanto o más poderoso que el complejo militar-industrial cuando consideramos su impacto en la cuenta pública. La propuesta en Washington para reducir el gasto en el sistema de salud pública no pasa por controlar a los oligopolios. La reducción se llevará a cabo recortando el número de personas elegibles para estos servicios y empeorando la calidad de los mismos.

El chantaje ha funcionado. Se dice que si no se acepta el plan de los conservadores (en ambos partidos), sobrevendría una hecatombe. Eso habría que analizarlo con cuidado. Por el momento la clase política en Washington se encuentra bien con esta argumentación porque lo que le interesa es desmantelar los últimos vestigios del estado de bienestar en Estados Unidos.

Artículo publicado en La Jornada

 

http://www.attac.es/obama-y-el-gran-chantaje-de-la-deuda/

A vueltas con el rating


CARLOS MULAS-GRANADOS

Las agencias de calificación de riesgos se han convertido en el chivo expiatorio de esta crisis. Cuando estalló la burbuja inmobiliaria en EEUU fueron acusadas de miopía irresponsable porque los productos financieros que consistían en empaquetar hipotecas basura recibían la calificación máxima de triple A. Esa fue la nota que dieron a Lehman Brothers justo el día en que quebró, en 2008, y antes también hicieron lo mismo con Enron & Bear Sterns. A cambio, no tuvieron piedad a la hora de degradar los bonos soberanos emitidos por los gobiernos de Grecia, Irlanda o Portugal durante el período 2010-11, incluso cuando estos países ya habían entrado en fuertes programas de consolidación fiscal que las agencias parecieron ignorar.

Las críticas que ha recibido el sistema de calificación de riesgos crediticios que permite operar a los mercados financieros de deuda desde hace un siglo se pueden resumir en tres: 1) Las tres grandes agencias norteamericanas (Fitch, Moody’s y S&P) funcionan en régimen de oligopolio y se reparten el 90% del mercado; 2) Tienen demasiada influencia en lo que pasa en los mercados financieros ya que sus calificaciones condicionan enormemente las decisiones de los inversores; 3) No califican con objetividad, debido a que sus clientes son las empresas y estados que emiten títulos de deuda, y por eso tienden a darles mejor nota de la que deberían. Comentaré brevemente las opciones que se barajan para resolver estos problemas.

En relación con el control del mercado que ejercen las tres grandes agencias estadounidenses, no hay respuestas fáciles. Esas agencias llevan en el negocio desde 1900, tienen todos los clientes y han levantado importantes barreras de entrada. Se ha barajado la posibilidad de crear una agencia europea. En caso de ser una agencia pública, tendría que limitarse a evaluar las emisiones de deuda propia que hacen los bancos y las grandes empresas, porque si evaluara también la deuda de los propios estados que la impulsasen su credibilidad sería casi nula. Mientras surge alguna opción alternativa en Europa, cada vez que las agencias norteamericanas golpeen injustamente la deuda de los países europeos en proceso de reestructuración, la Comisión Europea podría abrirles un expediente por violar el derecho de la competencia y por abuso de posición dominante en el mercado interior.

Para reducir la influencia de las calificaciones de las agencias entre los operadores del mercado, lo ideal sería desarrollar otras medidas más objetivas para juzgar la capacidad de pago que tienen los emisores de deuda. Pero las alternativas técnicas que existen no son muchas. La mejor solución para reducir la enorme influencia que las calificaciones de las agencias tienen sobre los inversores sería eliminar de la regulación oficial toda referencia a la nota que deben tener los bonos que se aceptan como garantía de las operaciones. Por ejemplo, si el BCE dejara de exigir que los bancos de la eurozona tuvieran bonos triple A en sus carteras, entonces la nota de las agencias no afectaría de forma tan dramática a sus decisiones de compraventa. De hecho, en el momento en que el BCE manifestó hace unas semanas que aceptaría bonos griegos fuera cual fuera su calificación, la especulación sobre los mismos se relajó y su nota dejó de tener importancia.

Finalmente, para evitar la falta de objetividad con la que califican las agencias a sus clientes, lo mejor sería cambiarles el sistema de negocio. Actualmente, las empresas y los estados que quieren obtener una calificación de su deuda para poder vender en el mercado sus emisiones de bonos han de pagar casi un millón de euros a cada una de las tres grandes agencias. Este modelo funciona así desde 1970, cuando la cantidad y frecuencia de empresas y estados emitiendo bonos aumentó de manera sustancial, de tal forma que los reguladores del mercado exigieron que las emisiones estuvieran calificadas por alguna de esas grandes agencias con el fin de concentrar al máximo toda la información disponible. Sin embargo, hoy es posible cambiar ese esquema de funcionamiento y hacer que las agencias vivan de lo que les paguen los inversores (y no los emisores). Si las agencias hubieran dependido del dinero de los tenedores de títulos de Lehman Brothers nunca hubieran mantenido su triple A cuando estaba a punto de desplomarse.

La Comisión Dodd-Frank de Estados Unidos no tuvo el valor de legislar un cambio de modelo en esa dirección hace unos meses, cuando los directivos de las agencias comparecieron ante el Congreso norteamericano y las tertulias de las televisiones aireaban su responsabilidad en el comienzo de la crisis. Sin embargo, la Unión Europea aún tiene que legislar sobre este asunto, y estamos ante una buena oportunidad para forzar cambios entre las agencias establecidas, o mejor aún, para abrir hueco a una nueva agencia europea. Según los rumores que se extienden desde hace un mes entre los entendidos del sector financiero, a finales de 2011 veremos una agencia europea con forma de fundación, mayoría de capital privado (casi 400 millones de euros), que se establecerá en Ginebra, que reducirá sus tarifas a la mitad de las americanas y que responderá ante los inversores y no ante los emisores. Si a esa iniciativa se unieran algunos estados de la eurozona comprando participaciones minoritarias para garantizar la viabilidad del proyecto a largo plazo, y no hubiera ninguna injerencia política, habríamos dado un gran paso adelante para que la terrible crisis financiera que hemos sufrido no se vuelva a repetir.

Carlos Mulas-Granados es director de la Fundación Ideas y profesor de Economía de la Universidad Complutense

 

http://blogs.publico.es/dominiopublico/3790/a-vueltas-con-el-rating/

 

Keep cool on the southern front


After the eurozone’s small peripheral countries,market fear is enveloping Italy and Spain. The yields of their public debt have risen sharply; investors are losing faith in their banks. This is still a phoney war, but if a decisive battle is going to shape the future look of the eurozone it will be fought here.

Both countries’ borrowing costs have moved nearer 7 per cent – which markets have latched on to as the yield at which a state’s debt dynamics become unsustainable. This is magical thinking. Which borrowing costs can be serviced sustainably depends on many other things: the size of the debt burden, growth and inflation rates, the government’s ability to run primary surpluses, and the maturity profile of the outstanding debt.

For both Spain and Italy, those fundamentals need not scare markets into a panic. Spain has low debt and a sharply falling deficit. Italy, although its debt level is the eurozone’s second highest, runs a primary surplus, and its debt matures slowly. Both countries can, if they must, afford to pay yields well in excess of 7 per cent for an extended period.

That it is feasible does not make it desirable. Italy and Spain cannot allow themselves any complacency about high yields. That would even be true were it just a matter of saving money on borrowing costs. But the greater danger is that high yields entrench a perception in the market that one or both countries have gone off track and will struggle ever more to refinance their obligations. Seeing 7 per cent yields as a trigger may be magical thinking, but it has real effects. It was also needlessly encouraged by eurozone officials who strong-armed Ireland and Portugalinto financial rescues after their yields breached the 7 per cent mark.

Italy and Spain must therefore redouble their efforts to improve the factors that determine sustainability. So far, Madrid has been a great deal more energetic than Rome. Spain’s deficit-cutting programme is going well, even if the autonomous regions need to demonstrate more budget discipline. The government has shown a willingness to reform the rules that paralyse Spain’s labour market. The question mark remaining is over the banking sector. A long-overdue consolidation is taking place, but the public finances are still vulnerable to unpleasant surprises in banks’ asset values. Madrid should cap the amount of any future bail-outs of banks once and for all.

Italy needs to retrieve the fiscal tenaciousness it demonstrated in the 1990s. Its large debt burden makes it imperative to respond to yield rises with even greater budget discipline. The recently passed budget disappointed by scheduling most of the effort until after elections due by 2013. Rome should revisit this to frontload more deficit cuts. But the greatest failing of Italy under Silvio Berlusconi, prime minister, has been the lack of effort to restore Italy’s growth rate. Structural reforms to boost competition and reduce bureaucracy can wait no longer.

The greatest responsibility for dispelling market fears lies with the two countries themselves. But even if they do everything necessary – and Spain has come close – this may still be insufficient. The market has its reasons that reason cannot know: if enough traders find Italian and Spanish bonds too risky, their selling of their holdings can make their fear a reality.

Rome and Madrid cannot stop this. But the eurozone as a whole can. Its leaders agreed last month to unlock their toolbox by letting the European financial stability facility buy sovereign debt in secondary markets pre-emptively. But they have yet to implement their agreement; and they failed to boost the EFSF to a size commensurate with the problem. This is a dereliction of duty.

We may yet be spared a full assault on the eurozone’s southern front. But if one comes, it would be better to be prepared.

 

FT Editorial:  http://www.ft.com/cms/s/0/aa752cf4-be00-11e0-ab9f-00144feabdc0.html#axzz1UKvYu8dE